En enero de 2001, cuando George W. Bush asumió la Presidencia de Estados Unidos, cambiaron las reglas de juego en la democracia formal. En las dictaduras latinoamericanas era habitual que las patotas gubernamentales usufructuasen el poder en beneficio propio y de sus allegados. Los Trujillo, los Somoza, los Batista y los Stroessner hicieron de sus respectivos estados una hacienda propia, controlando grandes empresas y recursos naturales. Gobernaban favoreciendo sus intereses particulares.
En las democracias, en cambio, cuando hay corruptos, éstos deben disimular y ocultar las acciones que les sirven para sacar indebidas tajadas. Porque tarde o temprano necesitarán los votos de la gente y porque existen organismos de contralor que pueden descubrirlos y sancionarlos. En Estados Unidos, particularmente, casi todos los gobiernos han beneficiado y defendido (incluso con intervenciones militares en el exterior) a sus grandes multinacionales. Pero esta actitud, obviamente imperialista, obedecía a una concepción de grandeza y de destino hegemónico que tenían acerca de su propio país. En ella no se mezclaban los intereses particulares, o al menos así lo parecía.
Con Bush estas ideas cambiaron su naturaleza, y el imperio de una nación sobre gran parte del mundo se transformó en el imperio de una banda empresarial. Al gobierno de Estados Unidos, en 2001, llegaron, sin intermediarios, las cúpulas de las industrias armamentista, petrolera, farmacéutica, automotriz, alimentaria y de otras de gran valor estratégico y económico. Comprobar cómo han usado el poder en beneficio personal y de sus empresas, sin ningún pudor, sin tapujos, sin siquiera intentar la apariencia de honestidad, es un cambio sustancial en las reglas del juego político que provoca una mezcla de profundo asco e indignación. Porque por esos intereses, que en principio parecen coincidir con los imperiales tradicionales, se destroza el derecho internacional, se miente, se engaña a la población, se va a la guerra y se causan decenas de miles de víctimas.
El gobierno de Bush constituye el caso más flagrante de confusión entre los intereses del Estado, por un lado, y los personales y empresariales, por otro. La composición de esa administración, sobre todo en su arranque, es la prueba más contundente de la afirmación anterior. El equipo gubernamental aposentado en Washington conforma una espesa trama de empresarios enlazada a las actividades vitales del país, tanto en el plano interno como en el internacional. Casi no hay sector lucrativo y estratégico que escape a su control e influencia. Seguramente el presidente y sus secretarios (ministros) son amigos, pero también son cómplices. Y si el Congreso y la justicia investigasen, cada uno de ellos, en lugar de currículum, tendría un prontuario. Los tradicionales grupos de presión (lobby) que actúan ante la Casa Blanca ya no tienen razón de ser, porque forman parte del gobierno. Son el gobierno. Desde el jefe del Estado hasta el último de sus ministros, pasando por decenas de funcionarios de primera línea. Y en torno a la mesa ministerial se sientan miles de millones de dólares.
Con la doctrina neoconservadora quieren conformar el mundo de acuerdo a sus intereses particulares. Creyeron que lo harían en un abrir y cerrar de ojos. Pero la empresa, por suerte, les está resultando mucho más difícil de lo que imaginaron.
Hasta la próxima.
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