La ministra de Salud Pública, María Julia Muñoz, ha terminado su ciclo. El desgaste político y funcional al que ha sido sometida en estos dos años no tiene parangón en este gobierno. La erosión que ha sufrido es superior a la del canciller Reinaldo Gargano, y eso ya es mucho decir. La secretaría de Estado en la que el Frente Amplio basa una de sus más ambiciosas y necesarias reformas, la de la salud, se ha quedado sin timonel.
La semana pasada, la situación de Muñoz ya era muy comprometida. Y esto venía de larga data. Sus enfrentamientos con los médicos y los sindicatos de funcionarios la tienen jaqueada por los cuatro costados. No sé qué grado de responsabilidad política y funcional le cabe en esta situación, puesto que era más que previsible que cualquier intento de transformar las estructuras sanitarias del país chocaría muy duramente con los beneficiarios del actual statu quo. Ni el empresariado médico, ni algunas mutualistas, ni los funcionarios aceptarán pacíficamente reformas que toquen las ventajas o los beneficios de que gozan ahora. Tampoco las aceptarán los sectores gremiales de extrema izquierda que luchan por el control total de la salud por el Estado, así como por un igualitarismo al que pretenden imponer por métodos que -¡vaya paradoja!- sólo garantizan que nada cambie.
A esta situación trabada, sin posibilidades de salida para los propósitos reformistas, se sumó el caso Nicolini. Los servicios del Ministerio de Salud Pública, que Muñoz dirige y de los cuales es responsable política, le otorgaron al senador su ya famoso carné de pobre.
Décadas atrás -y me remito al artículo anterior referido al ejemplo del ex ministro de Defensa Nacional Ledo Arroyo Torres-, las sensibilidad política que imperaba hubiese impuesto la renuncia inmediata de la ministra Muñoz. Este caso es, por cierto, mucho más grave que el contrabando de unas latas de palmitos; sobre todo, desde el punto de vista de la honestidad que debe adornar a los gobernantes.
No dispongo de información acerca de las aptitudes de Muñoz para el cargo de ministra de Salud Pública. Doy por bueno que son excelentes. Pero la situación la ha sobrepasado. Ya no controla el funcionamiento de su ministerio y está enfrentada con todos los sectores vinculados a la salud. Por eso, debe renunciar. Para que soplen nuevos vientos y se intente destrabar el actual estado de cosas. Dicho sea en su honor, enfrentó a uno de los poderes fácticos más importantes de este país. Pero en esa batalla, la primera de una guerra que será dura, se desgastó hasta límites políticamente inconcebibles.
Pero ojo: quien venga enfrentará los mismos problemas e iguales intentos corporativistas para que nada cambie. Y si esos intereses creen conveniente hacer del ministerio un caos para conseguir sus propósitos, que nadie dude que lo intentarán.
En la cartera de Salud Pública, más que en ninguna otra, están dadas las condiciones para que los cambios de ministro sean frecuentes. El gobierno debe tenerlo en cuenta y arropar a ese ministerio si quiere llevar adelante cambios que, además de ser beneficiosos para la población, quiebren el corporativismo de los médicos y el de los funcionarios.
Hasta la próxima.
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