Desde un avión o desde un edificio alto, Montevideo ofrece un magnífico espectáculo gracias a la cantidad de árboles que bordean sus calles y a las diferentes especies que brindan sombra en plazas y parques. Los tonos del verde en verano y los del amarillo en otoño ofrecen un paisaje que pocas veces se ve en ciudades de clima templado. Sin embargo, cada tanto aparecen en la prensa noticias acerca de la importante cifra de árboles que se pierden año a año, y que deben ser repuestos.
Lo lógico sería que los árboles se sequen por enfermedades imprevistas o porque cumpieron su ciclo vital. Pero esa no es la única causa de la muerte de los árboles montevideanos. Muchos de ellos son víctimas de la acción directa del hombre.
En efecto, a pesar de que está prohibido por el daño que provocan los clavos, muchos pequeños empresarios usan los árboles para publicitar sus actividades: profesores particulares, plomeros, albañiles, deshollinadores, vendedores de leña, inmobiliarias, gimnasios y hasta sectas religiosas buscan clientes por esta vía.
Esto ocurre por la falta de controles y de sanciones a los infractores. Pocas veces una violación de la normativa municipal es tan fácil de reprimir y de impedir su reiteración. Los culpables dejan su identidad a través de teléfonos y direcciones. A los funcionarios municipales encargados de cuidar los árboles les bastaría con seguir la pista a esos datos para aplicar las multas correspondientes y enviar la necesaria señal de que los árboles no fueron plantados para fijar publicidad en ellos y de que deben ser preservados.
Pero ya se sabe: este es un país lleno de normas que no se cumplen, sobre todo porque las autoridades no controlan ni sancionan. Mirar los árboles, pararse algunos minutos en una esquina con semáforos o ver los carritos manejados por niños, en pleno centro de la ciudad, alcanza para comprobarlo. Queda la esperanza de que algún día esto cambiará.
Hasta la próxima.
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